domingo, 8 de agosto de 2010

Fui al colegio aparentando ser cualquier otro día: uniforme completo, mochila a las espaldas, sonrisa comprometida. Llegué temprano; no importaba, a veces pasaba. No había nadie, sólo un par de personas con las que practicamente nunca hablaba y que por ende no saludé. Apenas si nos vimos.
Entré a los baños, como siempre. Me miré al espejo y sin más elegí un cubículo. Uno del fondo: eran los mejores, nadie molestaba. Me senté en el piso. Metódica, abrí la mochila. El piso estaba frío. La saqué. Me arremangué. La usé. De la manera correcta. La guardé y cerré. Dejé la mochila a un lado. Descansé los brazos a los costados.
Miraba el techo, escuchaba de fondo. Me distraje, trataba de imaginar lo que estaba pasando afuera. Tres compañeras hicieron su usual visita al espejo. Después de unos minutos de revoloteo se calló lentamente todo: empezaron a dictarse las clases. El tiempo pasaba tranquilo. Sentía los goteos, el agua cayendo ritmicamente de las canillas falseadas. Me sentía un poco afiebrada, la respiración me acariciaba y mecía en la ensoñación.
Tal vez las chicas se preguntaron por qué todavía no había llegado. A veces faltaba, no pasaba nada. El preceptor pondría un ausente en las dos primeras horas y luego en las otras, y ya daría por hecho que no aparecería.
Aparentemente nadie se preguntó por qué había un cubículo que no se había abierto en todo el día, aún después de haber pasado los dos recreos y alejado el sol de mediodía de las ventanitas del baño. Y si alguien notó el detalle, la curiosidad fue débil y devino en indiferencia pronto. Yo no había cerrado con traba; de hecho, el cubículo no tenía traba. Pero no importaba, esos eran los mejores, nadie molestaba.
Creo que eran pasadas las doce cuando una chica, no sé quién, gritó horrorizada en el baño señalando el piso del fondo. En otra ráfaga me parece haber oído al preceptor, escucharlo gritar la alarma, aunque en mis oídos un zumbido dulce me protegía de toda agresión. Sé que deben haber abierto la puerta, seguro bruscamente, pero no me di cuenta. Vi unos ojos con miedo, vi la transpiración en un rostro que se inclinaba sobre mí y parecía sostenerme.
¿Qué estaban haciendo en mi ignorante casa en ese momento? Sentí la amargura burbujeando en las infelices entrañas de todos ellos. Suspiré, tranquila. Todo seguía igual y yo no cambiaría mucho las cosas. Y por último perdí la vista.

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