miércoles, 21 de julio de 2010

Mond

Amarla era como amar a la noche misma. Inacabable, fría, de todos y de nadie. Pero amante al fin, y consecuente, y mía sobre todo, porque volvía (aunque no decía nada). Siempre volvía. Y se iba al amanecer.
Ella era como la noche misma. No cesaba nunca el viaje, y en la simultaneidad de su fugaz presencia, no podía quererme más. A veces extrañaba, me contaba (sobre todo me contaba de otras tierras lejanas) y a veces, aunque ni lo decía en voz alta, yo sé que pensaba en otros hombres. Por lo general era escueta y callada cual noche de pueblo, pero a veces tronaba y daba miedo, raptaba cada refugio, robaba toda esperanza y se encargaba de que todos sufriéramos sus tormentos. A veces, en cambio, venía en torbellinos y se iba tan calma y serena como un amanecer frío. Yo era víctima de sus caprichos.
Pero siempre era la misma, el mismo rostro me mostraba. Me aprendí todas sus sombras y marcas y líneas que me fueron contando su historia, que me delataron su edad y confesaron sus golpes. Creía conocerla como no la conocía nadie. Pero por ahí escuché un día que en otros lugares, muy más allá de mi vista, mostraba a los hombres otra de sus caras. Que los rasgos que la delineaban se transformaban como se transforma el cielo en el transcurso de un día. Tal vez había miles de ella tras esas máscaras que usaba y que mostraba a piaccere. Tal vez era una sola, muerta de miedo, escondida en una orbe de mentiras.
Hacía de mí un hogar y lo abandonaba tan presta como se lo adueñaba. En realidad era totalmente desarraigada. Tal vez vivía de viaje para olvidar que no tenía raíces, ni padres, ni juventud, y que moriría tan sola y fría como vivía. Yo me preguntaba cuántos otros, mientras yo la extrañaba, la miraban perdidos, cuántos otros le cantaban su amor y cuántos más cobijaba ella en su seno, en su mirada ausente y sin embargo tan poderosa que lo abarcaba todo. (Porque era como si conociese el origen y el destino del hombre, siendo éste no más que una piedra en su inmenso planeta. Como si conociese, y yo sabía que conocía, cada secreto de su hogar y de su rostro, y todos los hogares y los rostros habidos en el espacio.)
Tras el encuentro, irse al amanecer. Yo sabía que, si venía, vendría de noche, y que nunca pasaba los primeros rayos del sol. Sospeché yo que el sol la ponía triste, como si a un especial amante de antaño le hiciese acordar. O tal vez la ponía triste saber que debía estar temprano en otro lado. Que siempre llegaría tarde, cuando todo estuviese a oscuras ya. Y que nunca podría quedarse, retozando en la cama, dejando al tiempo de lado.
Creo que eso me salvó de ella. Aprender que no sólo volvería, sino que siempre marcharía. Que así siempre podría esperar al Sol. Que su viejo amante se haya convertido en mi consuelo de cada día, era sólo una posibilidad en su margen de error. Porque cuando ella reinaba, sólo su luz egoísta guiaba mi andar. Mis caminos eran los que ella señalaba. Una noche sin ella era una noche ciega y así me hizo dependiente, me ahogó en los celos, me arrastró al delirio.
Aprender que existe una vida colorida y generosa en luz y abrasadora con su calor gratuito cuando ella no está. Aprender que la vida pasa cuando a otros ella encandila. Aprender que ella es tan real como los fantasmas que pueblan la noche. Que ella, a quien algunos han llamado Luna, no es más que una mentira.

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